8.5.12

Cómo un niño conoció y se hizo amigo García Márquez

José Luis Díaz-Granados presenta un fragmento de su libro Mis recuerdos de Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez, escritor colombiano. 85 años de Gloria. 45 años de la publicación de Cien años de soledad. 30 años del otorgamiento de El Premio Nobel. foto.fuente:eltiempo.com

 Poco antes de cumplir los 13 años, cursaba yo mi primer año de bachillerato en 1959, y tenía por costumbre visitar los domingos por las tardes a una tía política llamada Dilia Caballero de Márquez. Ella, mientras realizaba sus oficios caseros, me ofrecía 'Kola Román' con bizcochos y me daba a leer recortes de periódicos de un sobrino suyo llamado Gabriel García Márquez, entonces un joven escritor de 32 años.

Yo alcanzo a recordar -estoy hablando de recortes de 1955 a 1959-, breves entrevistas con este autor, con fotos que mostraban a un muchacho muy delgado de cabello ensortijado y bigote negrísimo, envuelto siempre en grandes bocanadas de humo de cigarrillo. Por entonces, García Márquez sólo era conocido en los medios periodísticos, pues era un excelente reportero, que agotaba con sus apasionantes crónicas las ediciones vespertinas de El Espectador. También gozaba de algún prestigio en el estrecho grupo literario de la Revista Mito, que dirigía el poeta Jorge Gaitán Durán y en los cafés y tertuliaderos del centro de Bogotá. Entre los signos y las letras que rescato de las brumas de la memoria de aquellos recortes, recuerdo frases de Gabito como estas:
"...Yo no tomo licor sino cada siete años... "Estudié dos o tres semestres de Derecho, pero no me acuerdo de nada porque me la pasaba escribiendo cuentos durante las clases..." "Empecé a escribir una novela en 1950... No era 'La hojarasca' tal como está publicada..." "Yo estaba escribiendo una novela que se llamó 'La casa..." "Mi próximo libro se va a llamar 'Los catorce días de la semana..."
Entre junio y septiembre de ese año feliz, mientras caminaba cada mañana hacia mi colegio, el niño tímido y solitario que era yo pensaba que en lugar de ponerle atención a las clases de aritmética, castellano y geografía, debería ponerme a escribir cuentos. El resultado inmediato fue un relato que titulé precisamente 'La casa', en donde narraba cómo un niño abandonaba el colegio y huía de su hogar en compañía de un amiguito. Mi padre leyó el cuento y comentó que parecía un texto "existencialista". Es de anotar que en mundo cultural bogotano de entonces no se hablaba sino de Sartre, Camus, Simone de Beauvoir y desde luego del existencialismo.
Imitando al pie de la letra lo que doce años atrás había hecho García Márquez cuando le llevó su primer cuento a Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento literario de El Espectador, (todo eso lo había leído en los recortes de tía Dilia), me fui con mi relato a buscar al celebrado autor de 'Cuatro años a bordo de mí mismo' al viejo edificio del periódico. Zalamea, quien tenía un asombroso parecido con James Joyce (por algo su seudónimo era 'Ulises'), me indicó que el director del suplemento ya no era él sino Gonzalo González GOG, amigo y paisano de Gabito. González, muy amable, interrumpió su trabajo y leyó mi cuento, sin prometer nada. De pronto dijo en voz alta: "Esto está mal: lo qué pasó la noche pasada..." Tomó un lápiz y tachó. Luego dijo: "Debería decir: lo que ocurrió la noche pasada"... Pero enseguida, borró la tachadura y dijo para sí mismo: "De todas maneras está escrito por un niño".
Al domingo siguiente el cuento salió publicado en El Espectador Dominical, con la alusión de que se trataba de un "texto existencialista" y un dibujo de Héctor Osuna alusivo a un niño caminando solitario por un camino pedregoso. No puedo describir la felicidad que sentí en todo el cuerpo de mis trece años, ungido por el lamparazo de la fama en un periódico nacional.
Una tarde de octubre, mi tía Dilia me llamó por teléfono y me invitó a conocer a su sobrino Gabriel. Yo me quedé paralizado por la emoción. "Él quiere conocerte -me dijo-. Anota la dirección". Tomé lápiz y papel y escribí: "Carrera 4ª número 58-35". A través del hilo telefónico pude escuchar por primera vez la voz del escritor que decía a lo lejos: "Apartamento 202".
En menos de veinte minutos estuve allí. Timbré, mi tía Dilia abrió la puerta y cuando pensaba encontrarme con un intelectual de aspecto grave, con el ceño fruncido, suéter negro, pipa en los labios y sentado frente a su máquina de escribir, hallé a un costeño sonriente de ojos pequeños y vivos, vestido con chaqueta de lana azul oscura y bluyín, sentado sobre la alfombra a los pies de Mercedes, su joven esposa, mujer de enigmática belleza que sostenía en sus brazos a un niño de pocos meses. Él me dijo, mostrando una amplia sonrisa: -Muchacho: ¡volaste!
Y yo me limité a entregarle tímidamente el recorte de mi cuento 'La casa'. Recuerdo que Gabito se recostó sobre la alfombra, bocarriba, y lo leyó con mucha atención. Cuando terminó me dijo muy serio: -Está bueno el cuento. Pero no es existencialista. Enseguida nos brindaron CocaCola con ponqué negro y comenzamos a hablar en un ambiente cada vez más acogedor y desinhibido. Esa fue la génesis de numerosas visitas dominicales al futuro Premio Nobel. En ese entonces él trabajaba en la agencia cubana de noticias Prensa Latina en Bogotá, cuya oficina quedaba en el último piso de un edificio situado en la carrera séptima entre calles 17 y 18. Recuerdo que la primera vez que fui a visitarlo a la redacción encontré a un Gabito muy eufórico entre media docena de estudiantes, mujeres y hombres fervorosos de la Revolución Cubana que iban y venían de un lado a otro de la amplia sala de redacción, mientras hablaban y atendían numerosas llamadas telefónicas. De pronto oí que Gabo, hablando por el auricular con Mercedes exclamaba: -Mija, apareció Cienfuegos! Se trataba de una feliz noticia que desafortunadamente fue desmentida horas después. La verdad era que el avión del Comandante Camilo Cienfuegos había caído al mar.   
Durante los meses siguientes continué visitando a Gabito casi todos los fines de semana a en su apartamento de Chapinero Alto, desde cuyos ventanales se dominaba la mejor panorámica de Bogotá. En días hábiles lo buscaba en su oficina y le enseñaba mis incipientes cuentos y poemas, interrumpiendo su trabajo de Prela (como llamábamos cariñosamente a Prensa Latina). Mi existencia se había convertido en una extraña mezcla de vida estudiantil y fantasía literaria. Recuerdo que una tarde salimos de su oficina a las cinco de la tarde y Gabo me invitó al Café Tampa, situado frente a Prensa Latina, hoy inexistente. Durante una conversación que duró varias horas en la que tomamos muchas tazas de café tinto y de té con leche, Gabo se explayó sobre las luces y las sombras del oficio literario. Me recomendó leer a Dickens, a Faulkner y a Hemingway y en este último se detuvo explicándome en detalle la estructura formal y el universo secreto de 'La vida feliz de Francis Macomber', 'Un gato bajo la lluvia' y Campamento indio. También me sugirió con entusiasmo leer los cuentos de 'El muro' de Jean-Paul Sartre. Me explicó pormenores de la transposición poética de la realidad y la manera como convenía hacerla. Y a pesar de que yo era un niño, siempre se dirigía a mí como si fuera un adulto. Tengo muy presente que durante la conversación se interrumpía a sí mismo, a veces bruscamente, cuando yo comenzaba a hablar.

-Una tarde en Barranquilla -me comentó-, estábamos tomando cervezas y mamando gallo con Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas, el Nene (Álvaro) Cepeda Samudio, Alfredo Delgado y tu papá, cuando vimos aparecer un alcaraván que se posó en la paredilla del patio. En la costa existe la creencia de que esos pájaros dan la hora y sacan los ojos. Inmediatamente se me vino a la cabeza escribir un relato con ese tema y así nació mi cuento 'La noche de los alcaravanes', en el cual estos le sacan los ojos a los personajes.
García Márquez era un hombre muy joven, un costeño típico, pero ya poseía un indiscutible carisma personal. Cuando hablaba daba la impresión de poseer cultura, perspicacia y experiencia vital. Su tono de voz irradiaba una infinita seguridad en sí mismo y lograba que su interlocutor sintiera por él no solamente afecto, sino un inmenso respeto. Se había convertido en pocos meses en mi dios particular. A mediados de 1960, Gabo viajó a Nueva York para dirigir allí la oficina de Prensa Latina. Entretanto, yo hice la entrada formal en mi adolescencia literaria, leyendo y escribiendo con un entusiasmo inusitado. Sólo que al finalizar el año reprobé el curso escolar con ocho materias perdidas.

 

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