13.10.12

Apuntes sobre un viaje que no era para contar

Gabriel García Márquez: Homenaje: 85.45.30* 

Su amigo, Álvaro Mutis, evoca la consagración de García Márquez con el Nobel hace treinta años 

Álvaro Mutis, y su amigo Gabriel García Márquez, en uno de tantísimos homenajes./eltiempo.com

En la cabina del Jumbo de Avianca que viajaba esa noche desde Bogotá hasta Estocolmo y por obra de esa gentileza del corazón del presidente Betancur, a la cual ya estamos acostumbrados sus compañeros de generación, nos habíamos dado cita, los más antiguos y cercanos amigos de Gabriel García Márquez. Nuestro decano, Gonzalo Mallarino, nos miraba a todos como si el asunto fuera de una absoluta y cotidiana familiaridad. Allí estábamos, con nuestras respectivas esposas, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas, Hernán Vieco, Álvaro Castaño Castillo y Fernando Gómez Agudelo. Guillermo Ángulo circulaba por todo el avión como si lo acabara de comprar y Gonzalo Mallarino trataba de iniciar a su hijo, Gonzalo también de nombre, en la intrincada mitología del nieto del coronel Nicolás Márquez. Aura Lucía Mera presidía la itinerante celebración con una discreta y sabia condescendencia de reina en vacaciones.
Lo primero que advertí entre ese cerrado pelotón de viejos amigos, era que todos y cada uno compartían conmigo un sentimiento de absoluta naturalidad, de casi indiferente aceptación de algo que hacía muchos años dábamos ya por descontado: el Premio Nobel para nuestro común compañero de más de media vida de errancia, noches interminables de alcohol y sabiduría y una ininterrumpida y deletérea mamadera de gallo. Era evidente para todos que ese mítico viaje a la vasta noche escandinava era, apenas, un episodio más de nuestra saga a la vera de Gabriel y sus sucesivas y siempre deslumbrantes anunciaciones.
El viaje duró más de 20 horas. Hicimos escala en Puerto Rico, Madrid y París. Había pasajeros que bajaban, otros que subían, amigos en trance de diplomáticos y diplomáticos en trance de amigos que subían para saludar, pero nosotros no suspendíamos esa ardua, inagotable y sabrosa tarea que Gabriel resume como "hablar la vaina". Cuando ya no quedaba autor francés del siglo pasado y comienzos del presente por revisar con Alfonso Fuenmayor, tornábamos con Álvaro Castaño a tratar de esclarecer la madeja de matrimonios de los duques Valois de la Casa de Borgoña con las dinastías de Luxemburgo, Portugal y el Sacro Imperio. Cuando Castaño me abandonaba para lanzarse en alguna incursión a la cabina de turismo, volvíamos con Vieco a iniciar nuestro viejo número del diálogo entre 2 franceses a base de pujidos, resoplidos y enfáticos gestos con los hombros y los brazos, número que sólo a nosotros divierte y sospecho que hunde en el tedio a más de un irritado circunstante. Al tornar Vieco a dormir, con esa cara de paisa que ha cometido una bellaquería, Germán Vargas, desde su poltrona y con ese dejo bumangués que ya no se le quitará nunca, por mucha costa que le meta, se me queda mirando con sus ojos azules de gato insomne para soltarme, con sorna que me hace regresar a mi sitio: "Maestro, se ve que usted espiga en todos los campos". Y así llegamos a Estocolmo. Nuestro aspecto estaba lejos de parecer impecable, 20 horas de hablar paja terminan con cualquiera. Desde luego, como siempre, con una excepción: Álvaro Castaño Castillo luce su aire de dandy recién levantado, y "cruza por los salones su indolencia como partiendo en 2 el siglo XX".
Cuando volvimos a reunirnos en México, Gabriel me comentó varias veces: "Cuénteme cómo fue esa vaina de Estocolmo. Yo no me acuerdo de nada. Sólo veo los relámpagos de los fotógrafos y vuelvo a padecer las preguntas de los periodistas, siempre las mismas. ¿A dónde iban, dónde comían, cómo era todo?". Creo que ya se cansó de escuchar mi versión y anda ahora preguntándoles lo mismo a otros compañeros de viaje.
El primer acto al que asistimos fue, en muchos aspectos, el más conmovedor y entrañable. Consistió en la lectura que hizo Gabriel de su conferencia sobre 'La soledad de América Latina' en la sala de actos de la Academia Sueca. El texto, que en fondo es un llamado desgarrador y airado, fue leído por Gabriel con una serena dignidad, con lejanía, casi, que lo hizo aun más hondo y verdadero. Todos los presentes tomaron conciencia, de repente, por la sola magia de un estilo maestro, de lo que en verdad significaban las apocalípticas palabras con las que termina 'Cien años de soledad'. Eso no fue óbice, naturalmente, para que, al terminar la ceremonia, Germán Vargas me lanzara el consabido comentario: "Este Gabito también espiga en todo los campos".
Y así continuó la fiesta. Los suecos, como todo pueblo viejo y, por ende, sabio, saben darle a la rutina ceremonial de su corte y de sus instituciones una absoluta sencillez, una austera elegancia que nos hace participar en estos actos como si fueran la cosa más natural y cotidiana del mundo. Así llegamos a la entrega de los premios en el Gran Auditorio del Konserthuset. Para todo el mundo es ya familiar la figura adusta, casi melancólica, de Gabriel García Márquez recibiendo de manos del rey la medalla y el pergamino que lo acreditan como Premio Nobel de Literatura de 1982. Para el grupo de sus viejos amigos allí presentes, fue un momento de recogimiento, de nostalgia evocadora, de entrañable comunión con quien ha sido siempre el mejor de los amigos y el más cariñoso e indulgente testigo de nuestros descalabros.
Cuando, vestido con su impecable liquiliqui, recibía la nutrida ovación de la sala cuyos aplausos no parecían terminar jamás, me di cuenta que, desde cuando nos encontramos por primera vez en Cartagena, hace 33 años, por intermedio de Gonzalo Mallarino, ya esta noche de Estocolmo y esta ferviente aclamación que llegaba del mundo entero estaban presentes, con evidencia profética, en el estruendo del viento que azotaba las palmeras de Bocagrande y en la vasta y tibia noche del Caribe. Esta lógica implacable de una vida hecha de amor por las letras, devoción y esperanza en el hombre y feroz disciplina de trabajo, me llenó los ojos de lágrimas. Volví a ver a mis compañeros de palco y de viaje y tuve la certeza de que todos estábamos pensando lo mismo.
Luego vino el banquete real en el Stadhus. Todos esperábamos, con justificada ansiedad, la participación de los grupos folklóricos colombianos escogidos por Colcultura para actuar en uno de los intermedios que, durante el banquete, separan las intervenciones de los premiados destinadas a hablar de su obra y agradecer el premio recibido. En 10 escasos minutos los grupos de baile y los cantantes trajeron a la inmensa sala de la fiesta, en donde se reunían más de mil 300 invitados, un aire de Colombia, una maravilla de color y de gracia en donde no hubo un detalle fuera de lugar ni una nota de más. Los colombianos, sin saberlo, ni desde luego, proponérselo, estaban repitiendo la sabia lección de buen gusto dada por nuestros huéspedes.
Todo sucedió de noche. Estocolmo, una de las más bellas capitales de Europa, la venerable fortaleza marina de los Wasa, solo tiene por esa época unas pocas horas de una luz opalina y fantasmal. Pero también esto contribuyó con mucho al ambiente feérico, agitado y nostálgico en el cual transcurrieron esos 4 días inolvidables que hoy he tratado de evocar y que, de nuevo, se me han, escapado para regresar a esa zona de lo inefable en donde se refugian los recuerdos que nos permiten seguir viviendo. No es la palabra escrita el medio indicado para darles permanencia. Ellos viven de esa savia inagotable que en portugués se llama 'saludable', y eso no se escribe.
Texto publicado en 1983 Por la División de Publicaciones, Subdirección de Comunicaciones Culturales, Instituto Colombiano de Cultura.

*85 años de Gloria. 45 años de la publicación de Cien años de soledad. 30 años del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura. Homenaje. Café Literario Bibliófilos: Cien  años de soledad o el Embrujo de la Palabra en La Novela Total. Sábado 13 de Octubre: 3pm. Biblioteca Pública Virgilio Barco. Biblored.Bogotá. Colombia

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