5.10.12

De un espíritu ondulante

 Emmanuel Bazin se acerca a la crónica que le habla de los Iseieke, una tribu amazónica con un léxico babeliano que resulta incomprensible para la civilización y en cuyos sonidos no aflora vocablo que pueda ser  razonado lingüísticamente, ni siquiera un cuerpo idiomático exclusivo al que solo estos tuvieran acceso, más que como una fuerza que parece transmitir las ideas de forma fantástica

Portada de Sacrilegio de Simón Jánicas/elespectador.cm/blogs

Corre el año de 1999, Emmanuelle Bazin va y viene por los recovecos barrocos de un sueño lívido pero profuso en el que permanece inmersa, atravesada a su vez por la voz de un narrador omnisciente que de vez en cuando, y desde una primera persona ataviada de magnificencia y poder ancestral, irrumpe en la narración para reptar a través de ella y dar esencia a los elementos que le circundan. El ofiuco, la gran serpiente que mora en cada uno de los personajes de este libro, un mal cuyo némesis no es otra cosa que un poder establecido, Corporaciones, hombres encapuchados como seguidores del Ku Klux Klan, mercenarios que vigilan cualquier mutación, cualquier revuelta que muestre un poco de individualidad transgresora, un mal que no es otra cosa que la posibilidad de lo diverso, de la existencia del caos como contraparte a los absolutos.
Emmanuel Bazin se acerca a la crónica que le habla de los Iseieke, una tribu amazónica con un léxico babeliano que resulta incomprensible para la civilización y en cuyos sonidos no aflora vocablo que pueda ser  razonado lingüísticamente, ni siquiera un cuerpo idiomático exclusivo al que solo estos tuvieran acceso, más que como una fuerza que parece transmitir las ideas de forma fantástica. Aquí, la ciencia ficción que contiene el relato de Sacrilegio traspone la barrera de la verosimilitud para entrar de lleno en el mito, un mito que la ensoñación rescata cada tanto para revelarlo de forma sucinta mientras una civilización va expugnando su propio camino hacia la caída. Junto a Emmanuel, el obispo José Asunción Toscano, párroco de Leticia, emprende el camino hacia los Iseieke, hacia lo que este llamaría en un principio como el mito de la sombra blanca. La tribu que habita en un lugar llamado Ayrebarke y que, como se verá más adelante, al verse replegada al nomadismo pre apocalíptico, termina por corresponderse con esas ciudades del final de los tiempos en las que sobreviven los últimos hombres que pudieron ponerse a salvo de algún virus implacable o del peso abominable de una nueva especie antihumana (ej. Sion en “The Matrix”).
Año 2335. Más allá de las únicas siete ciudades que aún pueblan la tierra, asoladas estas por un poder regente que controla a la humanidad como máquinas infames que cuidan del orden y la homogeneidad, sobreviven los mutantes, escondidos, agazapados, corriendo hacia el único lugar donde es posible vivir, el Enclave-A, como una ciudad prometida en la que, ya a salvo, podrían los afortunados encontrarse con “las más diversas formas de la arquitectura humana”. Junto a las ciudades, algunos vigías coordinan la actividad en las afueras, cientos de trenes  llevan y traen cuerpos manipulados producto de una operación automatizada de natalidad; bajo la mirada de algunos satélites de control, muchos deciden de repente privarse de esta sociedad ‘ideal’ y mercantilizada para correr fuera de un Edén apocalíptico, a riesgo de ser neutralizados por su osadía. Cada quien en estas ciudades lleva en su cabeza implantado un módem que regula la pacifica felicidad de este orden terrenal, algunos sin embargo, abren sus cráneos y recuperan su alma aún a riesgo de desangrarse y morir en el camino de huida, más allá se esconden los abismos de aquel lugar prometido.
En esta novela en particular, aflora la ciencia ficción de una manera bastante compleja por cuanto aparece la idea del cyberpunk (tecnologías que someten a la humanidad) junto a una concepción ‘alíen’ de todo aquello que parezca foráneo o producto de la diversidad, a la vez que se explora en terrenos más místicos y por ende fantásticos. La tribu que permanece, los guías suspendidos desde el espacio por fuertes arneses que tratan de dar captura a los irredentos y antisociales. La lengua como un poder intrínseco y no como una formalidad metódica, lineal, establecida.
El Kuantun es el poder regente sobre todas las cosas, la ciencia es aquí el arma de destrucción masiva, el controlador, el orden vigilante, la entropía como memento mori con el cual van a caer todas las civilizaciones posibles hasta convertir la tierra en una sola e informe masa excrementicia. Los astronautas, o siete gendarmes que cuidan las ciudades, cuelgan de arneses y bajan a las catatumbas a buscar réprobos y condenados para acabar con ellos. En sus escafandras llevan la palabra LAWS, seguida de un número 111, número que parece oponerse al de la bestia, el propio ejercicio de la humanidad, el Ofiuco originario, el 666. LAWS, como sigla de las palabras en inglés League Against the White Shadow, son a su vez una palabra que refrenda lo políticamente correcto, el imperio del orden regente, como la Ley que pretende unificar a la humanidad en una triste, monocromática, e inexpugnable Corporación.
A través del libro, entre los pliegues que el gran Ofiuco ha formando en la tierra como si se tratase de la esencia misma de una pacha mama latente y en constante ebullición, otros pliegues van asomando cada que el relato salta en el tiempo y la novela cuántica como tal aparece. El relato de las grandes urbes y su caída, la oposición entre fuerzas obscuras y dignatarios en pos de poder y posición política y económica, son narrados mientras que los Iseieke cruzan los bucles del espacio tiempo para llegar a Nueva York o la China monacal, como emisarios que han de salvaguardar el Plan Maestro mientras las fuerzas regentes no cejan en su empresa hacia la hegemonía y el control total. Aparecen las dualidades entre hermanos opuestos, príncipes que aspiran al poder o desean destronar un gobierno.
A través de cada portal o invunche, los Iseieke van perforando la historia para posarse sobre ella y ayudar al caos, así van de la China del jerarca Chow Sin y la pugna entre Zad y Wen, consortes  en oposición que velaban cada quien por llevar la tierra a sus extremos; o la vida de Arnold y Richard Grimm en Nueva York, hermanos enfrentados por el afecto de una dama francesa, compañera del Ofiuco, Emmanuelle Bazin, la mujer fatal que ayudaría a los Iseieke a perpetrar su Plan Maestro, hermanos que  a su vez tienen sobre sus espaldas el martillo vigilante de George Swanson, mariscal de la falange de Nueva York, el bien como ultraderecha, el statu quo y la uniformidad como banderas de una secta que busca encontrar genéticamente una nueva raza perfecta.
Así, cruzando cada tanto las barreras del tiempo, los Iseieke van cambiando de apariencia, de cuerpo, van cruzando el espacio-tiempo mientras serpentean y saltan los pliegues para configurar un universo muy suyo que tiende a formar a su vez un mito fundacional bastante paradójico, un mito de alguna manera cíclico, “extraviados en la marisma” y cayendo “atrapados en los ignotos dominios del  gran Ofidio subterráneo”. Devorados también por madejas de serpientes “y vueltos a parir dentro del inextricable serpentario que yacía enterrado bajo las raigambres de los árboles ínfimos”, cual nudo de raíces dispersas y heterogéneas como rizomas. De vuelta al inicio, mientras el astronauta regresa del escondrijo donde pudo vislumbrar mutantes evadidos y nauseabundos, Sacrilegio parece querer enfrentarnos de nuevo a la ausencia de absolutos por la cual los mutantes yacen aún allí, en las catatumbas.
La escena de trenes cargados de entes amorfos y los cuerpos atravesados por mangueras y sumergidos en un pus vidrioso nos enfrenta a un final por el cual, ya sea en la profundidad de esos abismos intrincados o ya en la superficie entre “dunas purpureas”, solo la tierra desolada sobrevive.

Sacrilegio
Simón Jánicas
Diente de León editor
Bogotá, 2009
272 páginas

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