6.10.12

La gran familia del inspector Maigret

Acantilado acomete la publicación de la monumental obra de Georges Simenon, formada por más de 500 novelas. Su hijo recuerda a uno de los grandes escritores del siglo XX

Georges Simenon, en una foto familiar de 1955, junto a su mujer y a sus hijos John (izquierda) y Marie. /Leemage./elpais.com
En los tiempos que corren hay que volver al comisario Maigret, a ese policía que, más que encontrar al asesino, quería entender sus razones y hurgar en el fondo de su alma. Su creador —y álter ego—, Georges Simenon (Lieja, 1903 - Lausana, 1989) fue uno de los grandes escritores del siglo XX, aunque esta evidencia parece que hay que seguir reivindicándola frente al prejuicio que acarrea la supuesta —y errónea— adscripción a un género menor: el policiaco.
Sus libros (más de 500 títulos) siguen reeditándose. Hace poco Tusquets comenzó la hercúlea tarea de publicar sus obras completas, aunque el empeño quedó finalmente en eso. Ahora, Acantilado vuelve a la carga y el próximo día 13 saca Pietr el letón, la obra de 1931 en la que aparece Maigret por primera vez, a la que seguirán El gato (1967), El perro canelo (1931) y La casa del canal (1933), con traducciones de José Ramón Monreal.
John Simenon (Tucson, 1949), su segundo hijo, el primero de su segunda mujer, Denyse, gestiona el legado paterno y pasó por Barcelona para hablar de su padre, quien precisamente le trajo a la capital catalana en 1964, un viaje que nunca olvidará. No fueron a ver la Sagrada Familia, sino a pasear por la ciudad, entonces mucho más canalla que ahora. “Nos parábamos en todos los bares para tomar jamón. Él bebía una copa de tinto y yo una coca-cola, y fuimos a los toros. Pero de lo que más me acuerdo es de [EL CABARÉ] El Molino, con esos bancos como de colegio, lleno de humo, donde se bebía y era una fiesta increíble”.
John, nacido en Estados Unidos cuando Simenon atravesaba un periodo difícil, perseguido en Francia por las dudas que generaba su actitud durante la ocupación nazi, se comporta como un profesional, pero cuando se lanza tras los recuerdos, se percibe con claridad el poderoso rastro de su padre visto desde abajo, como solo lo puede ver un niño. No tiene memoria del Simenon explosivo y vitalista de la década de 1930. “Era la segunda mitad de su vida. No era viejo, aunque para mí es la imagen que la gente se hace de Maigret, la de un hombre mucho mayor de lo que era, porque yo era un niño. Una imagen protectora y tranquilizadora, incluso si durante mi adolescencia vivimos conflictos que, en cierto modo, eran de los más violentos que un adolescente puede experimentar”.
La familia, que ya había entrado en descomposición, había vuelto a Europa a mediados los cincuenta, y se instaló en Cannes. “No lo veíamos mucho en esta época, pero era una persona accesible”, recuerda John. Fue un periodo en el que Simenon todavía tenía una vida social agitada. Luego se trasladaron a Suiza, a la gran mansión de Epalinges, que se hizo construir encima de Lausana, frente al lago Lehman.
Pese a su leyenda de vividor, Simenon era extremadamente profesional. “Era su propio agente, probablemente uno de los mejores agentes posibles. Se forjó a sí mismo, fue capaz realizar su propia promoción; algo que sabía hacer muy bien, y aunque hoy en día esto no sea nada raro, sí lo era en su tiempo, cuando un escritor tenía que actuar como si hubiera heredado el talento por derecho divino. Él voluntariamente deseaba tener una gran audiencia y reflexionaba sobre esta cuestión, porque no escribía para sí mismo en un rincón, sino para los lectores”.
Para ello, apunta, Simenon se trazó un plan vital sobre el que desarrollar su carrera de novelista. “Lo primero que hizo fue aprender su oficio durante muchos años; era un virtuoso, y no se llega a ser virtuoso sin practicar, practicar y practicar. Es decir, había adquirido todas las herramientas que necesita un escritor y las tenía a su disposición. Sabía que esto es un trabajo, un oficio y había sudado sangre para aprenderlo; primero escribiendo esas novelas populares bajo pseudónimo, que consideraba como de entrenamiento; después llegó Maigret, una nueva etapa en la que ya se atrevía a abordar una obra más completa, aunque fuera de género. Si bien al principio siguió sus reglas, luego las rompió”.
Tenía una meta: “convertirse en un verdadero novelista, lo que él llamaba un escritor de novelas puras, aquellas que no deben nada a nadie, que se deben solo a ellas mismas y a su naturaleza”.
John recuerda muy bien cómo funcionaba el proceso creativo de su padre. “Cuando se ponía a escribir no necesitaba pensar, escribía de corrido. Se encerraba en su despacho y no dejaba entrar a nadie. Era una regla absoluta. No podíamos hacer ruido. No era un problema, porque por lo general los niños estábamos en la escuela y cuando volvíamos del colegio él ya había acabado, escribía en un horario escolar. La inspiración la buscaba antes de ponerse a escribir. Antes de empezar una novela paseaba, daba grandes paseos durante un periodo que podía durar entre una y tres semanas. Y era en este proceso cuando la novela empezaba a tomar forma. En realidad lo que tomaba forma eran los personajes, el decorado... y en este proceso sí que participé. Era apasionante. Hablaba con la gente, saludaba a todo el mundo, se paraba aquí y allá. Podía darme cuenta de que tenía la cabeza en otro sitio; se volvía más gruñón, más impaciente…”
El mal humor de Simenon en este periodo de su vida era legendario, pero John tiene una explicación. “Podía ser irascible en cualquier momento, pero es que a partir de los años sesenta desarrolló un meningioma, un tipo de tumor benigno con el que, como que en aquella época no había escáneres, vivió casi 15 años. Llegó a tener el tamaño de una pelota de tenis. Luego comprendimos que sus migrañas, su irascibilidad y su mal humor eran consecuencia del tumor, porque cuando se operó se convirtió en otra persona. Ya tenía 83 años, pero la transformación fue extraordinaria, se convirtió en un tipo dinámico, divertido, se transformó en el personaje que describían todos los que le habían conocido antes de la guerra”.
El tumor aparentemente no afectó a su trabajo, aunque es posible que tuviera bastante que ver con su decisión de dejar de escribir novelas en 1972, cuando tenía sólo 69 años y camino por delante. Luego llegaron los textos de reflexiones y recuerdos que dictó en un magnetófono y que constituyen los 21 volúmenes de Dictées, la Carta a mi madre y las Memorias íntimas que en España publicó recientemente Ediciones B. Fue su punto final a la ficción.

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